Diariamente, casi 830 mujeres mueren en el mundo por causas prevenibles relacionadas con el embarazo y el parto[1].

«Según un informe publicado en 2015 por la Organización Mundial de la Salud (OMS), la mortalidad materna en Venezuela había aumentado hasta las 110 muertes por cada 100.000 nacidos vivos. La cifra era significativamente superior a la media de la región americana: 63 muertes por cada 100.000 nacidos vivos[2]».

¿A qué se debe que Venezuela tenga una cifra tan alta de mortalidad materna? Según el gineco-obstetra Enrique Abache, director médico de la Asociación Civil de Planificación Familiar (PLAFAM) son varias las razones. «Primeramente, la falta de planificación familiar. El acceso no es el adecuado, las personas no tienen la oportunidad de consultar su planificación, no se les instruye para hacerlo, cosa que agrava la situación sobre todo para las poblaciones más vulnerables, como lo son los jóvenes y las personas de escasos recursos económicos».

Hoy, hace ya 27 años, el pueblo venezolano se vio mortalmente reprimido por el Ejército y la policía. Unas 4 millones de balas fueron disparadas contra manifestantes hambrientos y desesperados por la situación país que atravesaban[1]. Hoy recordamos el Caracazo.

Eran los primeros meses del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez (1989-1993). Se anunció un aumento de gasolina y la aplicación de un paquete de medidas económicas. El transporte público aumentó las tarifas del servicio, cosa que tomó por sorpresa a los habitantes de la capital venezolana cuando se dirigían a sus trabajos la mañana del lunes 27 de febrero de 1989.

Las protestas populares se desarrollaron inicialmente en Guatire, Guarenas y Los Teques, pero rápidamente se empezaron a replicar en otras ciudades conforme se informaba de la situación a través de los noticieros. Multitudes de personas iniciaron saqueos en centros comerciales y supermercados.
¿Cómo reaccionó el Gobierno al levantamiento? Al día siguiente suspendieron las garantías constitucionales de libertad individual, inviolabilidad de hogar, libre tránsito, de expresión y los derechos de manifestación pacífica y reunión pública.
Argentina vivió en dictadura entre 1976 y 1983, cuando la Junta Militar, dirigida por Videla, Massera y Agosti, gobernaba el país. Durante estos años, la tortura, las desapariciones forzadas y los asesinatos eran pan de cada día. La impunidad por actos criminales para aquellos que ondeaban en el poder o tenían contactos con los altos mandos era natural.

El Clan (2015) es una película argentina dirigida por Pablo Trapero que cuenta la historia de uno de esos tantos actos violentos y criminales que tuvieron lugar en el país durante la dictadura. Un clan —principalmente familiar— que se dedica al negocio del secuestro extorsivo, las grandes sumas de dinero, los trastornos causados por el negocio familiar, los asesinatos y la carrera desvirtuada de Alejandro Puccio, jugador de rugby, selección nacional (Puma), que llegó a secuestrar incluso a sus propios compañeros de equipo.

Alejandro Puccio, jugando con los Pumas
La película se realizó con información de expedientes y testimonios de las víctimas. En este caso, la realidad supera con creces a la ficción. No fueron necesarias añadiduras fantásticas para darle emoción a la película. Es una historia real, abrumadora, cruel y sorprendente.

El Clan ganó el Goya como Mejor Película Iberoamericana; obtuvo 12 nominaciones a los Premios Sur (ganó 5); y tiene 10 nominaciones a los Premios Cóndor de Plata, a realizarse el 20 de junio.

Las actuaciones son de calidad, además que el parecido de los personajes es admirable. La dirección artística del film es destacable, aunque a veces parezca pasar desapercibida, pero eso es solo porque la historia se torna tan interesante que por momentos es posible dejar de notar los detalles y centrarse en la excentricidad de la historia.

Recomiendo ver la película y después leer un poco acerca de la historia de la familia Puccio. Se sorprenderán aún más.

8.5

Arquímedes Puccio durante su arresto domiciliario en su casa de Pacheco, en noviembre de 2003 (Enrique García Medina)

La delicadeza, belleza, estética y elegancia de The Dressmaker (2015) harán que nos aprendamos definitivamente el nombre de Jocelyn Moorhouse. No es la primera película de la australiana, pero sí la que nos llega y justamente para enamorarnos de su dirección. En principio creí estar viendo un film dirigido por Wes Anderson, y es que Jocelyn tiene ese mismo cuidado estético, esa misma combinación de colores y formas en el plano, esa misma asertividad para escoger el reparto y para dar gran peculiaridad a los personajes.

La película, ambientada en los años '50 y que se desarrolla en Dungatar, un pueblo australiano, es divertida, «sinsentido» y misteriosa. El sinsentido termina teniendo todo el sentido necesario, pero es entretenido sentir hasta muy avanzada la película que no lo tiene, cosa que demuestra maestría por parte de Moorhouse. 

El reparto demuestra un compromiso inigualable. Una madurísima Kate Winslet resplandece en belleza y elegancia, pero también en inseguridades y deseos de venganza. Bien por Liam Hemsworth, quien —de seguir obteniendo papeles así— parece que logrará salir de la sombra de su hermano. Su actuación no es trascendental pero sí nos deja ver una cara más amena de él. Judy Davis es simplemente impecable. Su rol es llevado sin precauciones, su actuación me resultó dominante. Y el más extravagante de todos: Hugo Weaving. Su papel, junto al de Davis, se mantiene refrescando, constantemente, la historia.

La historia, entre diversión y excentricidades, esconde un drama que en su punto álgido es muy entristecedor. Los niveles de emociones son llevados con cuidado, pero sin restricciones. Vemos el poder humano de la transformación, la celeridad de la venganza, los prejuicios de una sociedad en decadencia y las consecuencias de los traumas sufridos en la niñez. El film nos hace pensar en aquellas cosas nunca resueltas, y en que estas siempre terminan volviendo, por lo cual llega el momento de encarar, resolver y continuar.

Una película extravagante, sencilla y admirable.

8,6