Las paredes siempre blancas, no totalmente pulcras

Las paredes siempre blancas, no totalmente pulcras, manchadas por las espaldas que se han arrecostado y los zapatos que se han procurado descanso. Las manchas que esconden el miedo, la desesperanza.

Los pasillos largos, con caminos dispersos que llevan a otros pasillos aún más largos, y mientras se camina, el frío se apodera de la tranquilidad. Las luces cegadoras inquietan, desesperan.

Infantes que lloran sin consuelo y una mano que no los conforta. Adultos que no pueden contener las lágrimas y van arrastrando el peso de años de vicios -a veces años de descuido-. Los ancianos que vienen a escuchar lo de siempre, otro caso sin remedio, más gastos irremediables.

La señora que le busca conversación a su par, pero aquel que no tiene ganas de hablar a causa del pesar pasa por grosero, mal educado, incluso hasta inhumano. Y es que en el dolor todo nos parece inhumano y el temor nos hace todo increíble.

Las Virgilios de varios Dantes, intransigentes, mayormente cuarentonas malhumoradas que poco han sabido sonreír, que arrastran sus propias penas pero que hacen mayor el pesar porque nunca les ha pasado. Encontrar una amable es hallar el perla negra estacionado.

Los teléfonos nunca paran de aturdir, los alaridos son comunes y este viene siendo el único lugar en el que, por miedo a la muerte, la gente pretende ser humana, como si eso pudiese librarlos de un mal diagnóstico.

Algunos salen bien librados de estas visitas, pero otros tantos salen a casi morir... hay quienes no salen. Lo cierto es que entrar siempre es amargo, sea por uno o por terceros,  pero lo natural es no querer pisar este mármol, siempre tan reluciente... tanto que nos refleja nuestra pena y nos muestra la de los otros, aunque poco nos importe la angustia de otros.

Por orden de llegada, porque a pesar de todo, cada cual quiere ser primero.

Aquí no existe pudor y la amabilidad siempre es fingida.

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