Only she, de Lazy Girl
Aún no me acostumbro del todo a estos amaneceres, porque guardo intacto el recuerdo de los días calurosos, del sol colándose con molestia entre las cortinas, de los rayos dándome en la cara. Recuerdo claramente que a las 6 de la mañana el carro del vecino del 2-D me despertaba con el estrepitoso arranque del motor.
Mis días empezaban con la primera visión de la sábana cubriéndome el rostro. El aire acondicionado siempre en 16 °C, para poder sentir un ambiente medianamente frío. Cuando finalmente me ganaba el sentido de la responsabilidad y salía del cuarto, mamá en la cocina ya sudaba a chorros mientras terminaba el desayuno. Bañarse era el ritual de no saber si al salir de la ducha las gotas que corrían aún eran de agua o si eran de sudor.
El clima de mi ciudad influye en todas las cosas. La grama no es tan verde, la gente sonríe poco cuando está en la calle, los vendedores ambulantes usan gorras por norma, los conductores del transporte público usan en sus brazos trazos de franelas viejas para cubrirse de la inclemencia del sol. El señor que vende frutas en la esquina es muy gordo y siempre tiene mucho calor. Todos los días, mientras esperaba el carro por puesto para ir a la universidad, lo veía comiendo pastelitos fritos.
Las mujeres, en mi ciudad, solemos andar con una botella de perfume en el bolso. Es que es imposible salir olorosa y llegar al destino de la misma forma. El olor a gasolina dentro de los vehículos se adhiere con inmediatez al cuerpo (regular, incluso, en los taxis). También llevamos paraguas, porque aunque casi nunca llueve, el miedo a sufrir enfermedades de la piel, a causa de la constante exposición al sol, es invasivo.
Normalmente la gente de mi ciudad no camina. Por más corta que sea la distancia, es más inllevable el calor. Para todo tomamos un carro o bus, por eso siempre tenemos sencillo ―el conductor del transporte se molesta si uno le paga con billetes “grandes”―.
Las comidas son un espectáculo. Lo primero es encontrar un sitio fresco para comer. Claro, el sitio estará colmado de gente esperando que la gente que está comiendo desocupe una mesa. La sopa casi no se vende. Tampoco la comida saludable. Si hay algo frito en el menú, será lo primero que se agote. Puede haber papelón, té natural o jugos, pero el refresco es el que ganará espacio por unanimidad. En mi ciudad las personas casi no toman agua, porque creen que la Coca-Cola quita más la sed.
Aunque el calor nos haga ir apresurados ―desesperados por llegar a un sitio donde haga menos calor― y hasta malhumorados, siempre hay una carcajada en la calle que revienta el silencio y contagia un tanto de alegría. En mi tierra nos quejamos todos los días del calor y del sol, pero hay algo dentro de nosotros que nos hace sentirnos felices de poder estar ahí.
Todo allá es un chiste, una burla, un hacer el día con las tristezas o desgracias para sobrellevar mejor las cosas. Hacemos reír hasta al más serio y somos capaces de hacer molestar al más relajado. Nuestro sentido del humor puede llegar a ser tan pesado como el sol que nos cubre.
Los atardeceres son un milagro. El sol cae y los árboles son capaces de mover sus ramas a causa de la brisa que nos introduce a la noche. Los abrazos en mi ciudad son más cálidos que en cualquier otro lado ― sin metáforas.
El resto del país cree que peleamos, porque hablamos un poquito más duro que ellos. Tampoco es tanto. Tenemos un dialecto distinto, un acento diferente, conjugamos verbos inventados de maneras que solamente nosotros entendemos.
Maracaibo debe ser la ciudad más calurosa, soleada y acogedora de Venezuela.
Ahora no puedo quejarme de mis despertares.
A diario duermo con las ventanas abiertas, sin aire acondicionado ni ventilador. Los primeros rayos del sol se acompañan con el colorido cantar de los guacamayos que se posan en el árbol de la casa del frente. Despierto abrazada al amor. Cada amanecer, en Caracas, es lento, moderado, paciente.
Cuando salgo a la calle, aunque hay mucha gente, nadie suda, tampoco se apresuran por llegar para cubrirse del sol. Las personas aquí viven apuradas por otras razones, pero siempre tienen tiempo para regresar los buenos días.
La cultura recorre todas las calles. He podido almorzar, con tranquilidad, sentada en una plaza, a pleno mediodía. El Ávila siempre al norte.
Hay ciertos días en los que despierto extrañando el rayo de sol en la cara, el rostro de mamá, agobiada por el calor, el respirar del malhumor, los gritos indescifrables, el lago, el puente, mi ciudad de origen.
Somos el lugar donde nacemos, las piedras que pisamos al crecer. Somos del paisaje que nos acompaña primero, por más que nos movamos luego. Somos la gente que se nos asemeja, por vergonzoso que sea. Tenemos impregnada la identidad de nuestros antepasados, esos que sudaron las tierras que habitamos, quienes resistieron la deshonra de ser conquistados, robados, ultrajados, quienes vivieron con la honra del que recupera la libertad. Somos todos ellos, trabajando por mejorar lo nuestro, por hacer mejor a nuestra descendencia, para que cada vez sean más los que posean tales riquezas.

Somos el sudor de cada obrero, los pasos firmes de cada prócer y de aquellos que les ayudaron a alcanzar la victoria, el llanto de cada huérfano, la espalda de todos los esclavos castigados injustamente, las manos de cada secretaria, la voz de los líderes, los ojos que nos miran por protección. Somos todos espejos enterrados en nuestra tierra, esperando ser descubiertos. 

De esta tierra

by on 3.10.14
Somos el lugar donde nacemos, las piedras que pisamos al crecer. Somos del paisaje que nos acompaña primero, por más que nos movamos luego....
Gregory Crewdson

Hay quien escribe para no olvidar lo poco que recordamos. 

No recuerdo casi nada de mi infancia, ni a mis primos antes de las barbas. Recuerdo el nacimiento de la nueva generación, no recuerdo quién fue el primero. He olvidado el cine en el que vi la primera película, tampoco recuerdo la película. 

A veces creo que he olvidado cosas realmente importantes, aunque quizá todo termina siendo importante. Me pesa no recordar lo que aprendí en cuarto grado y el nombre del primer amigo. Olvidé el día en que dejé de ser adolescente o cuando mi madre me encontró la primera cana —prematura, por cierto—. No recuerdo el nombre de los labios que me estrenaron ni el lugar en el que me eché a llorar a causa del primer gran golpe de camino. No puedo recordar, aunque trato —de verdad lo intento—, ni el rostro ni la voz de la mujer que me dijo que nunca diría lo suficiente. 

Recuerdo algunas cosas por su olor. Tengo el olor del café que hacía la abuela y el de las galletas que siempre me negaron los adultos. Recuerdo el perfume de tío negro, porque me despertaba jalándome los dedos de los pies. El olor de «Whiskey», mi primer perro. De la primera oficina de mi madre, era el aire, allí olía diferente. Recuerdo a qué huele Santo Domingo, pero no su gente. 

Me preocupa olvidar más adelante la temperatura de esos pies descalzos. 

No me preocupa olvidar lo que he escrito, sino cómo lo escribí.

«Soy extraño a los ruidos de las ciudades, de la gente, a la codicia de la maquinaria que no duerme, al zumbido de la fuerza que devora la noche.»

«Porque vivimos en un vientre de ilusión colectiva, nuestra libertad no pasa de ser un aborto. Nuestra capacidad de alegría, de paz y de verdad nunca queda liberada. Nunca se puede usar. Estamos prisioneros de un proceso, de una dialéctica de falsas promesas y engaños auténticos que acaban en futilidad.»

«El hombre que se atreve a estar solo puede llegar a ver que el "vacío" y la "inutilidad" que la mente colectiva tiene y condena son condiciones necesarias para el encuentro con la verdad.»

«El solitario, lejos de encerrarse en sí mismo, se hace en todos los hombres. Reside en la soledad, la pobreza, la indigencia de todo hombre.»

«La colectividad no sólo necesita absorber a todo el que pueda, sino también, implícitamente, odiar y destruir a todo aquel que no pueda ser absorbido.»

Citas tomadas de "La lluvia y el rinoceronte", de Thomas Merton
36 estaciones que has recorrido
desde que saliste del vientre de tu madre,
más maravillosa desde ti.
Suma 36 años la Tierra,
sosteniendo tu andar
y abriendo caminos seguros para ti.
Son más de 36 tus buenos actos para con los otros,
tu bondad y disposición incondicional.

A Dios gracias por ti, porque respiras, cantas y vives.
                               Porque te vivo.

Tienes ojos que saltan, tanto como tu espíritu ante la necesidad del prójimo;
una sonrisa que complace, comparte y que se alimenta de más alegría;
unas manos que trabajan, tocan e invitan al aguante;
una espalda valiente, que se mide contra el mundo, y no tambalea;
un corazón firme y decidido, dado a la humildad de lo claroscuro.

Has visto cómo otras cosas nacen de ti,
                               y son buenas, similares.
Han pasado muchas cosas ante tus ojos,
las has sabido mirar, entrándote en lo que regocija.

36 años han bastado para muchos amores,
para intentarlo varias veces,
para fallar...
                               llegar a lo esperado.

Los frutos de la vid han brotado sobre tus hombros,
la dulzura del placer está fijada en tu semblante,
los matices se adecuan al ánimo de tu andar.

Sumas hoy 36

by on 5.9.14
36 estaciones que has recorrido desde que saliste del vientre de tu madre, más maravillosa desde ti. Suma 36 años la Tierra, sosten...













La naturaleza desprende sus encantos en la lluvia, que poderosa recubre la creación. No necesita concesiones ni aprobaciones, cae sobre justos e injustos, cae en la guerra, sobre árboles y gente. Cada gota recuerda el llanto y una sola gota de lluvia vale más que mil lágrimas. Se presenta a cualquier hora, en cualquier mes, para ser testigo y prueba. 

La lluvia no teme a los fuertes mas atemoriza a muchos que le sienten, en la cúspide de su poder. Es indiferente ante aquellos que le repudian. Sus gotas corren por ventanas, sombrillas, bancas y animales, hasta caer al piso... pero no mueren; alimentan la tierra para gestar vida, para dar continuidad, porque el egoísmo no le corroe. No extraña al sol ni reclama a las estrellas. La lluvia es para sí misma, para los otros, para lucirse y ayudar. No conoce de tiempo ni estratos, no recuerda el pasado pero evoca grandes tiempos. Su fuerza es proporcional al poder de la tierra en la que cae, de la gente que le habita. Ha presenciado grandes derrotas e incontables victorias. Ha dado su rostro al viento y no ha negado su origen. No pretende, no miente. Esclarece la mente de los meritorios. 

Cuando la lluvia se acompaña del temor luminoso que hace daño, real daño, es porque el enfado ha turbado sus cauces y una voz dice no temer a su grandeza. La lluvia cambia, prorrumpe entre los agraciados, dejándoles polvo, del mismo que vinieron. 

La lluvia deja esperanzas a su marcha, llena de luz praderas, ciudades, habitaciones. Se hace más hermosa en lo adverso y se entrega a los colores que complacen con odas su reinado. 

La lluvia es agua, nada más que agua... 
el sostén de la existencia
En ti reside la vida; en tu ausencia no hay esperanzas albergadas. Aférrate en la cumbre de las colinas. No te dejes consumir en el caos de las ciudades que fabrican con máquinas y venden. Refúgiate en el vuelo de los cantores y no te detengas por súplicas, porque muchos han perdido su corazón entre el ruido y la contaminación. 

Anídate a los sueños grandes, olvídate de los pequeños, porque son codiciosos y egoístas, además son falsos. Duplica tu existencia en la frondosidad de la muerte, aprovecha que ya no todo respira. Vive sin pensar en el tiempo, porque la eternidad viene de ti, que existes hasta siempre.

Sigue recordando las olas, quienes deben a ti su nacimiento. Asalta todas las auroras y no dejes descanso al alba, ya que no duermes y estás por doquier, hasta donde no quieres -porque no te aprecian-. 

Aunque el hombre te contamine con su descuido, no te rindas. Ayuda a quienes siguen buscando sentir con el rostro tu soplo de libertad. 

Ávila - Paisaje de Caracas, de Juan Carlos Gayoso

La codicia enceguece al corazón, aún el más sutil. Remonta la nobleza encantadora; la herencia de lo humano se pierde ante la aberración del espíritu codicioso. De amistades no entiende y en confianza y honestidad no posa su estima. 

La seducción por lo material, por aquello que no sabe de estímulos, es superior a la inanición de humanidad, que el cuerpo no siente, pero el resto nota. 

El deseo de hacer el mal, por conseguir abundancia, llena la cabeza de aquellos cuyos esfuerzos yacen en incrementar lo que los mantiene esclavos. Las mentes son corrompidas por el deseo codicioso, se ausenta la visión de sentimientos cruciales, hasta que olvidan el aroma de la libertad, hasta que el fin los toma sorprendidos, con la fortuna encarnada que ni en soledad pudiesen disfrutar. 

Recorrido el camino que me confronta en cada despertar del sol, encuéntrome con la historia que, arrebatada, me afirma la desdicha de los que andan sin rumbo, de los que no encuentran sus sombras ni han vuelto a batallar con la aurora. 

Para estos, andar no corresponde y ser feliz no es más un problema. El dolor les es causa primera, mientras comparan sus faltas en aquello que hicieron. La mezcolanza de alaridos, la desesperación agotada, sin compañía, nada distinto de lo que ya conocen, sin suelo ni cielo. 

Habiéndome sumado al relato de la desgracia, he vístome en la vergüenza feliz de encontrarme aún de pie; me he adentrado a la batalla, procurando lograr ver que todos se ocultan, cansados, pero aún con sombra y aliento.
Las paredes siempre blancas, no totalmente pulcras, manchadas por las espaldas que se han arrecostado y los zapatos que se han procurado descanso. Las manchas que esconden el miedo, la desesperanza.

Los pasillos largos, con caminos dispersos que llevan a otros pasillos aún más largos, y mientras se camina, el frío se apodera de la tranquilidad. Las luces cegadoras inquietan, desesperan.

Infantes que lloran sin consuelo y una mano que no los conforta. Adultos que no pueden contener las lágrimas y van arrastrando el peso de años de vicios -a veces años de descuido-. Los ancianos que vienen a escuchar lo de siempre, otro caso sin remedio, más gastos irremediables.

La señora que le busca conversación a su par, pero aquel que no tiene ganas de hablar a causa del pesar pasa por grosero, mal educado, incluso hasta inhumano. Y es que en el dolor todo nos parece inhumano y el temor nos hace todo increíble.

Las Virgilios de varios Dantes, intransigentes, mayormente cuarentonas malhumoradas que poco han sabido sonreír, que arrastran sus propias penas pero que hacen mayor el pesar porque nunca les ha pasado. Encontrar una amable es hallar el perla negra estacionado.

Los teléfonos nunca paran de aturdir, los alaridos son comunes y este viene siendo el único lugar en el que, por miedo a la muerte, la gente pretende ser humana, como si eso pudiese librarlos de un mal diagnóstico.

Algunos salen bien librados de estas visitas, pero otros tantos salen a casi morir... hay quienes no salen. Lo cierto es que entrar siempre es amargo, sea por uno o por terceros,  pero lo natural es no querer pisar este mármol, siempre tan reluciente... tanto que nos refleja nuestra pena y nos muestra la de los otros, aunque poco nos importe la angustia de otros.

Por orden de llegada, porque a pesar de todo, cada cual quiere ser primero.

Aquí no existe pudor y la amabilidad siempre es fingida.