Yo, tan lejana

Siento el brillo que enceguece. No logro ver más allá de la oscuridad en tus ojos, tan faltos de sol. Río, irónicamente.

El mundo, tal cual lo conocemos, deja de ser una realidad, y me convierto en partículas  refugiadas en rayos del sol de alguna galaxia, intocable, inalcanzable; me alimento de polvo de nebulosas, intuyo el paso de planetas, alojo secretos de vidas pasadas. Observando, inmutada, colisiones estelares, me mantengo viva.

Entonces, extraño el romero, la albahaca y el tomillo, añoro la brisa que se colaba por la ventana y hacía revolotear las finas especias, ahora esparcidas en la losa  del comedor, donde te encuentro, mas no te toco. En una insostenible batalla, el recuerdo desemboca en un suspiro.

No se retiene el infierno, una vez desatado. Recuerdo todas las veces que hicimos nuestra la luna, dejando la noche a la deriva de otros sueños. Los nuestros, jamás los compartimos.

Íbamos al cine los lunes. Comprabas cosas que luego se perdían, hurgando en la oscuridad, bajo los asientos.

El endeble, efímero recuerdo del parque al que íbamos los domingos por la tarde: niños siendo niños, correteando a las palomas; aquel restaurante que tiempo después clausuraron, dejándote un vacío, hasta que encontramos un lugar mejor, o eso dijiste.

Una ráfaga fría, silenciosa y violenta irrumpió el recuerdo, siempre tan frágil. De vuelta al lugar que no conozco. El sol menguó sus rayos, pude sentirlos distantes. Sin saber qué hacer, sin manos que sujetasen las mías, me entregué a ellos, alguna vez fragantes. No creí ver el sol desvanecerse ante estos ojos difamados que sólo vuelven.

Sentí un roce áspero, cálido, tenue, podría decirse humano. Al intentar despegar los ojos, los párpados se dieron por ausentes. Olía a sal, o humedad, quizá; un ruido mezclado con risas  quebradas; el sabor que deja la sed no saciada. Conseguí despegar los párpados, uno, lagañosos, dos, pesados, tres. Una luz apenas visible, como si el universo se contuviera en un parpadeo.

― ¿Son esas personas o sólo cabezas? ―murmuré―.
― ¿De qué hablas? ―refutaste, molesto―.

Delante de nuestros pies, sobre las butacas vacías, se extendía la pantalla, con una película que, naturalmente, no recordé. Me precipité a salir, para verlo tan dueño del cielo, con sus rayos majestuosos. Y reí.




Alexandra Perdomo

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